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miércoles 01 de marzo de 2017
Miércoles de Ceniza
Santa Iglesia Catedral, 1 de marzo de 2017.

Con la imposición de la Ceniza, comenzamos el tiempo de Cuaresma. La palabra clave de la Cuaresma es “conversión”. Convertirnos a Dios, de esto se trata. Convertirnos a Dios, auxiliados por su gracia, para que nuestro pensar y nuestro querer, nuestros deseos y nuestras obras, se identifiquen con el querer y el pensar de Dios, y nuestro actuar no sea sino la realización de su voluntad, de su designio de amor y de gracia.

El pensar, el querer y el actuar de Dios lo encontramos hecho carne palpable, acontecimiento y realidad de nuestra historia, en su Hijo Jesucristo. Por esto la conversión es volver a Jesucristo, es dejar que su pensamiento penetre en el nuestro y que nuestro obrar sea seguirle en todo. Vivir la vida de hijos de Dios, como Él, para obedecer a Dios en todo y llevar una vida marcada por una fiel y filial sumisión al Padre de los cielos, para hacer su voluntad y lo que a Él le agrada, para buscarlo y amarlo por encima de todo, para tener enteramente toda la confianza puesta en Él, para vivir en la sencillez, alegría, humildad y fe llena de asombro como los pequeños. y al mismo tiempo, inseparablemente, acoger a los pequeños y últimos como Jesucristo hace, para despojarnos de nosotros mismo como Él, y estar junto a aquellos con los que Él se identifica, con los “hermanos más pequeños”, esto es, los pobres, los necesitados, los hambrientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, los enfermos y los encarcelados “acogerlos y amarlos, o bien tratarlos con indiferencia y rechazarlos, es como si se hiciera lo mismo con Él, ya que Él se hace presente de manera singular en ellos. Esta conversión que nos pide la Iglesia en la Cuaresma reclama descubrir la sencillez y la confianza que los cristianos debemos desarrollar, identificándonos con el Hijo de Dios, el cual ha compartido la misma suerte de los pequeños y de los pobres pobre fue acostado en el pesebre, pobre vivió en el mundo, y desnudo permaneció en el patíbulo”. Es preciso hacerse pequeños, niños, para entrar en el Reino de los cielos, es preciso vivir como hijos, como pequeños, para vivir la aventura de nuestra vida; así es como seremos en verdad discípulos de Jesús, que se hizo pequeño, niño. “Convertirse” en pequeños y acoger a los pequeños son dos aspectos de una única enseñanza, que el Señor renueva a sus discípulos en nuestro tiempo. Sólo aquél que se hace “pequeño” es capaz de acoger con amor a los hermanos más “pequeños” (S. Juan Pablo II).

“Conviértete y cree en el Evangelio”, se dirá sobre cada uno de nosotros cuando se nos imponga la ceniza dentro de unos momentos. “Convertíos a mí de todo corazón”, escuchamos en la lectura del profeta Isaías; “rasgad los corazones, convertíos al Señor, Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso”. “Dejaos reconciliar con Dios, os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios”, escuchamos al apóstol Pablo. De eso se trata: de convertirse y creer en el Evangelio. La palabra clave que resume todo el espíritu cuaresmal y toda la vida es: “conversión”. Se trata, en efecto, de volver a Dios, de abrirse a su gracia, a su don, y encontrar, de nuevo, la plena comunión con El, en quien está la dicha y felicidad del hombre, la vida y la esperanza, la paz y el amor que lo llena todo y sacia los anhelos más vivos del corazón humano. Convertirse significa repensar la vida y la manera de situarse ante ella desde Dios, donde está la verdad; poner en cuestión el propio y el común modo de vivir, dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida, no juzgar ni ver, sin más, conforme a las opiniones corrientes que se dan en el ambiente, sino en conformidad con el juicio y la visión de Dios mismo, como vemos en Jesús. Convertirse es dejar que el pensamiento de Dios sea el nuestro, asumir, por tanto, “su mentalidad y sus costumbres”, como comprobamos y palpamos en Jesucristo. Convertirse significa en consecuencia no vivir como viven todos, ni obrar como obran todos, no sentirse tranquilos en acciones dudosas, ambiguas o malas por el mero hecho de que otros hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; buscar por con-siguiente el bien, aunque resulte incómodo y dificultoso; no apoyarse en el criterio o en el juicio de muchos de los hombres -y aun de la mayoría- sino sólo en el criterio y juicio de Dios.

Convertirse implica buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva en el seguimiento de Jesucristo, que entraña aceptar el don de Dios, la amistad y el amor suyo, dejar que Cristo viva en nosotros y que su amor y su querer actúen en nosotros; se trata de, como Zaqueo, acoger a Jesús y dejarle que entre en nuestra casa y con El llegará la salvación, una vida nueva, y el cambio de pensar, de querer, de sentir y actuar conforme a Dios. Convertirse significa salir de la autosuficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia y necesidad, de los otros y de Dios, de su perdón, de su amistad y de su amor; convertirse es tener la humildad de entregarse al amor de Dios, entregado en su Hijo Jesucristo, amor que viene a ser medida y criterio de la propia vida. “Amaos como yo os he amado” amar con el mismo amor con que Cristo nos ama a todos y a cada uno delos hombres.

Este vivir por parte nuestra el amor de Cristo, “la caridad que ama sin límites, que disculpa sin límites y que no lleva cuenta del mal” (1 Cor 13), ha de marcar por completo el camino penitencial de este año. La conversión, como nos enseña el Papa, nos ha de proyectar “hacia la práctica de un amor activo y concreto con cada ser humano. Éste es un ámbito que caracteriza de manera decisiva la vida cristiana, el estilo eclesial”. Si verdaderamente creernos en Jesucristo y contemplamos su rostro, “tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que Él mismo ha querido identificarse “he tenido hambre y me has dado de comer, he tenido sed y me has dado de beber, fui forastero y me hospedaste, desnudo y me has vestido, enfermo y me has visitado, encarcelado y has venido a verme” (Mt 25. No debe olvidarse, ciertamente, que nadie puede quedar excluido de nuestro amor, desde el momento en que “con la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a cada hombre”. Ateniéndonos a las indiscutibles palabras del Evangelio, en la persona de los pobres hay una presencia especial suya, que impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos. Mediante esta opción, se testimonia el estilo del amor de Dios, su providencia, su misericordia, y, de alguna manera, se siembran todavía en la historia aquellas semillas del Reino de Dios que Jesús mismo dejó en su vida terrena atendiendo a cuantos recurrían a Él para toda clase de necesidades espirituales y materiales”.

La llamada a la conversión, a vivir en el amor y en la caridad de Jesucristo, es una invitación especialmente apremiante a vivir en el perdón. “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos”. “La caridad no lleva cuentas del mal”. Para dar semejante paso es necesario un camino interior de conversión; se precisa el coraje de la humilde obediencia al mandato de Jesús. Su palabra no deja lugar a dudas: no sólo quien provoca la enemistad, sino también quien la padece debe buscar la reconciliación. El cristiano debe hacer la paz aun cuando se sienta víctima de aquel que le ha ofendido y golpeado injustamente. El Señor mismo ha obrado así. El espera que el discípulo le siga, cooperando de este modo a la redención del hermano. En esto, el cristiano sabe que puede contar con la ayuda del Señor, que nunca abandona a quien, frente a las dificultades, recurre a Él (Juan Pablo II).

En este amor, como nos dice el Papa con bellas y comprometedoras y estremecedoras palabras en su mensaje cuaresmal, hemos de tener muy presente y de forma preferente a los niños. “Muchos son los creyentes, dice el Papa, que buscan seguir con fidelidad las enseñanzas del Señor. Quisiera recordar a los padres que no duden en transmitir a sus hijos aquellos valores humanos y religiosos quedan el verdadero sentido a la existencia. Pienso añade, con grata admiración en todos los que se hacen cargo de la formación de la infancia en dificultad, y alivian los sufrimientos de los niños y de sus familiares causados por los conflictos y la violencia, por la emigración forzada y por mundo. Junto a toda esta generosidad, debemos señalar también el egoísmo de quienes no acogen a los niños. Hay menores profundamente heridos por la violencia de los adultos abusos sexuales, instigación a la prostitución, al tráfico y uso de drogas, ni los obligados a trabajar, enrolados para combatir, inocentes marcados para siempre por la disgregación familiar, niños pequeños víctimas del infame tráfico de órganos y personas. ¿Y qué decir de la tragedia del SIDA, con sus terribles repercusiones en África? De hecho, se habla de millones de personas azotadas por este flagelo, y de éstas, tantísimas contagiadas desde el nacimiento. La humanidad no puede cerrar los ojos ante un drama tan alarmante (Juan Pablo II). Desde aquí nos llega un poderoso llamamiento a la con-versión en la Cuaresma: lo que hicisteis con uno de estos pequeños a mí me lo hicisteis; quien acoge o recibe a un niño como éste, recibe y acoge al mismo Cristo.

“Haciéndose “obediente hasta la muerte y muerte de cruz”, Jesús ha asumido el sufrimiento humano y lo ha iluminado con la luz esplendorosa de la resurrección. Con su muerte ha vencido para siempre la muerte” (S. Juan Pablo II). Vivamos desde esta luz, todo el camino cuaresmal y la conversión a la que este tiempo nos llama.
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