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viernes 06 de enero de 2017
Epifanía del Señor
S. I. Catedral de Valencia,
6 de enero de 2017.

Se ha cumplido la promesa de Dios a su pueblo: "las tinieblas cubren la tierra, pero sobre tí amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre tí". Esto es lo que celebramos en la epifanía del Señor: la manifestación de la Luz de Dios, que es su Hijo venido en carne, envuelto en pañales, e ilumina a todos los hombres de buena voluntad, que, en todos los pueblos de la tierra, buscan la verdad, y peregrinan con esperanza hasta llegar, perseverantes, a la meta guiados por la estrella de la fe que a veces se oculta. Jesús, el Salvador de los hombres, se manifiesta como Luz para todos los pueblos y todos los hombres que vienen a este mundo. Con los Magos de Oriente, paganos de origen y pueblo, hemos visto su gloria, que brilla en un Niño recién nacido, frágil, en brazos de su Madre, en un lugar muy pobre; hemos visto la gloria del Hijo de Dios que desciende a la pobreza y al desvalimiento más radical, Dios con los hombres, Luz que ilumina a todas las gentes y nos descubre el misterio escondido de Dios, esto es: que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen a la verdad, que su amor es para todos y lo trae a todos los hombres en este Niño que sostienen con ternura los brazos de su Madre. Hay esperanza para todos los pueblos de la tierra: Hoy en Cristo, luz de los pueblos, Dios ha revelado el misterio de nuestra salvación, que se ofrece a todo hombre sin distinción. Cristo, en el acontecimiento que celebramos hoy, se muestra como la meta última de la peregrinación y de los anhelos más hondos y auténticamente humanos de los pueblos y de los hombres en la búsqueda de la salvación.

Los Magos se dejaron conducir por el signo de una estrella y se fiaron de las Sagradas Escrituras que les leyeron en Jerusalén. Dóciles, llegaron hasta la meta que andaban buscando, es decir, el Niño que trae la paz, que anuncia tiempos nuevos para la humanidad, que cumple la presencia de Dios en medio de nosotros. Entraron en la casa y encontraron al Niño que buscaban, con María, su Madre; se llenaron de alegría; se postraron ante Él y rindiendo homenaje a su dignidad real, le ofrecieron oro incienso y mirra, lo adoraron como Dios y le reconocieron en el Señorío que le corresponde, como sentido de todo, como rey de cielo y tierra. En este acontecimiento comenzó a realizarse la adhesión de los pueblos paganos a la fe en Cristo, según la promesa hecha por Dios a Abraham. Los Magos son las primicias de los gentiles, llamados también ellos a formar parte del nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, que se basa sólo en la fe común en Jesús, Hijo de Dios vivo y está llamada, como su Señor, a manifestar y comunicar, entregar la salvación y el amor de Dios, a todos los hombres que trae consigo este Niño, Emmanuel. Desde que acaeció este misterio de salvación universal, han transcurrido ya veinte siglos. Pero aún no se ha cumplido plenamente, aún no ha alcanzado a todos: a comienzos del tercer milenio después de la venida de Jesús, "una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión de la Iglesia se halla todavía en los comienzos" (Juan Pablo 11), Y nos apremia a que se cumpla entre los hombres, conforme al designio de Dios manifestado en este mismo acontecimiento que llena este día de la Epifanía. Urge, pues, que se impulse decididamente en nuestro tiempo entre nosotros el anhelo de anunciar a los hombres contemporáneos nuestros a Cristo, luz del mundo, de este nuestro mundo que se introduce en una nueva época de su historia, que, por tantas razones y hechos, parece estar reclamando un nuevo orden mundial político y económico, también cultural y espiritual, un renovado humanismo; "este nuevo orden no funciona si no hay una renovación espiritual, si no podemos acercarnos de nuevo a Dios y encontrar a Dios en medio de nosotros" (Benedicto XVI), como los Magos de Oriente, símbolo de alguna manera de las búsquedas de nuestro tiempo, los cuales, habiendo encontrado la meta que buscaban, -el Príncipe, Rey de la paz, Dios-con-nosotros-, vuelven por otro camino del que traían antes donde habían encontrado tantas dificultades y falsas interpretaciones, y volvieron por una ruta nueva que nace del encuentro con Dios y de la adoración a Él. Ahí está el comienzo de una humanidad nueva, la marcha por un nuevo camino, la luz de una nueva etapa en la historia humana; tras el reconocimiento y la adoración de Jesús se abren a una grande y nueva esperanza.

Como dijo el Papa Benedicto XVI a cientos de miles de Jóvenes reunidos en Colonia en el 2005: "Podemos imaginar el asombro de los Magos ante el Niño en pañales. Sólo la fe les permitió reconocer en la figura de aquel Niño al Rey que buscaban, al Dios al que la estrella los había guiado. En El, cubriendo el abismo entre lo finito y lo infinito, entre lo visible y lo invisible, el Eterno ha entrado en el tiempo, el Misterio se ha dado a conocer, mostrándose en los frágiles miembros de un niño recién nacido. “Los Magos están asombrados ante lo que allí contemplan: el cielo en la tierra y la tierra en el cielo; el hombre en Dios y Dios en el hombre; ven encerrado en un pequeni.si.mo cuerpo aquello que no puede ser contenido en todo el mundo”... Aquí comenzó su camino interior. Comenzó en el mismo momento en que se postraron ante este Niño y lo reconocieron como el Rey prometido. Pero debían aún interiorizar estos gozosos gestos. Debían cambiar su idea sobre el poder, sobre Dios y sobre el hombre, y así cambiar también ellos mismos Dios es diverso; ahora se dan cuenta de ello. Y eso significa que ahora ellos mismos tienen que ser diferentes, han de aprender el estilo de Dios... Aprenden que deben entregarse a sí mismos: un don menor que éste no es digno de este Rey. Aprenden que su vida debe acomodarse a este modo divino de ejercer el poder, a este modo de ser de Dios mismo. Han de convertirse en hombres de la verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de la misericordia, del amor... , tienen que aprender a perderse a sí mismos y, precisamente así, a encontrarse. Al salir de Jerusalén, han de permanecer tras las huellas del verdadero Rey, en el seguimiento de Jesús" (Benedicto XVI), de quien, Niño en brazos de su Madre, despojado de todo, se aprende a amar y a entregar el amor que de Él, Dios con nosotros, recibimos como gracia tras gracia. Del reconocimiento y la adoración, al camino y a las sendas nuevas del amor que hemos visto y palpado cuando nos postramos ante Él y le ofrecemos el tributo de nuestros dones, de nuestras vidas, de nuestro pensamiento que se engrandece por la Luz de su presencia.

Hoy a este mismo Cristo, ante quien se postran los Magos de Oriente y le adoran, lo tenemos entre nosotros, en la Eucaristía, en el Pan Eucarístico, en el tabernáculo de la misericordia, en el sacramento del Altar. ¡Venid, adorémosle!. De la adoración de Dios viene la salvación del mundo, el camino de una nueva vida y de un nuevo futuro, de una esperanza grande. En la adoración reconocemos y damos el lugar que corresponde a Dios. "En última instancia la verdadera adoración a Dios es la vida misma del hombre, el hombre que vive rectamente, pero la vida es vida verdadera cuando nos dejamos configurar por Dios apoyando la mirada en Él. El culto -que es adoración- existe para encauzar esa mirada y, de este modo, dar la vida que va a consistir en honrar a Dios" (J. Ratzinger). La adoración de Dios no es humillación del hombre, sino enaltecimiento de su dignidad. El reconocimiento de Dios por el hombre cuando le adora es purificación de su corazón, reorientación de su vida, liberación de su libertad cautiva e identificación de sí mismo, ya que fue el hombre creado a imagen y semejanza de Dios; por amor fue creado y en el amor halla el sentido más auténtico de su existencia. Si el hombre edifica su vida personal y social al margen de Dios, la edificará contra sí mismo, ya que Dios es su origen, camino y meta, fuente, compañía y norte; el encuentro con Dios, la adoración, nos llevan a reemprender el camino por sendas nuevas de amor y de verdad, de luz y de esperanza, de libertad y de dicha. Dios no es competidor del hombre, sino amigo del hombre. Por eso, los hombres de nuestro tiempo, nadie en nuestra sociedad, deberían tener miedo de Jesucristo ni cerrarse a su reconocimiento. Su luz es el esplendor de la verdad. Dejémonos iluminar por Él todos los hombres y pueblos de la tierra, y veremos alumbrar una realidad nueva y se abrirán caminos nuevos en esta etapa de la historia: dejémonos envolver por su amor y encontraremos caminos de paz, de la que estamos tan necesitados. Postrémonos ante El, adrémosle con los Magos de Oriente y veremos la salvación. Detengámonos ante la escena de los Magos de Oriente, conservémosla en nuestro corazón, adoremos con ellos al Señor, abramos nuestra mente y nuestro corazón a Cristo, ofrezcámosle los dones de nuestra búsqueda, el don de nuestra vida, acojamos el mensaje exigente y siempre actual que en este hecho de los magos de Oriente encontramos. "Exigente y siempre actual ante todo para la Iglesia que, reflejándose en María, está llamada a mostrar a los hombres a Jesús, nada más que a Jesús, pues Él lo es Todo y la Iglesia sólo existe para permanecer unida a Él -en adoración- y para darlo a conocer" (Benedicto XVI) . Vivamos, por tanto, como Hijos de la Luz, y llevemos a los hombres a Cristo, verdadera Luz del mundo.

Así lo expresa también la Iglesia uniendo a esta fiesta la Jornada Mundial de la Infancia Misionera y de los catequistas de las misiones. Es la fiesta de los niños que viven con alegría el don de la fe y rezan para que la luz de Jesús llegue a todos los niños del mundo. Alentemos este espíritu misionero entre los niños. Tengamos muy presentes a los niños de los llamados países de misión, cuyos rostros necesitados de tantas cosas a veces golpean nuestra comodidad y nuestra cerrazón, de corazón. En ellos está Jesús y para ellos ha venido y viene El: para que experimenten el gran amor con el que son amados y al que están destinados. Cultivemos en los niños el espíritu Misionero. Abramos nuestro corazón hacia los niños de los países de misión. Ayudémosles. Podemos hacerlo de muchas maneras: una de ellas muy concreta es ofreciendo nuestra ayuda para becas de niños en países de misión, que puedan ser educados cristianamente, que reciban una educación adecuada para que vean promovida su grandeza y dignidad de ser hombres. Tengamos este año muy presentes a los niños que mueren víctimas de la violencia, a los que mueren o quedan heridos y dañados en los lugares de conflictos bélicos: Israel, Palestina, Gaza, Siria, Pakistán.... Ayudemos a que en nuestros niños arraigue el amor de Dios, y de ellos brote el testimonio de la ternura de Dios y los haga anunciadores de su amor.
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