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lunes 12 de diciembre de 2016
Retiro de Adviento con la Curia Arzobispal
Homilía pronunciada en la Capilla Arzobispal.

A lo largo del Adviento, con el que nos preparamos a la venida del Señor, la figura del Bautista es fundamental. También hoy, en la lectura del Evangelio nos encontramos con Juan. Permitidme que hoy, en este retiro y en esta santa Misa, haga una meditación sobre el Bautista que nos ayudarán a recibir al Señor en esta muy cercana Navidad. Nace de padres mayores, de madre estéril: no cabía esperar un hijo de este matrimonio. Pero para Dios no hay nada imposible. Es la obra de Dios, la acción de su gracia lo que cuenta.

Mientras se gestaba en el vientre de su madre, salta de alegría en el vientre ante la visita de María, prima de Isabel su madre, que portaba en su seno a Jesús el salvador y la alegría de todos los hombres. San Juan el Bautista, enviado por Dios como precursor para preparar los caminos del Señor: Profeta del Altísimo, que irá delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación el perdón de los pecados. Todo en Juan remite a Jesucristo, el Mesías esperado que había de venir. No es la luz, sino testigo de la luz, para llevar a los hombres a la luz de la fe. No es la Palabra, sino la voz que lleva la Palabra, el vehículo de la Palabra y clama en el desierto: "Preparad el camino al Señor", "convertíos porque está cerca el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo". Anuncia en el desierto y señala próximo a quien no conoce. Profeta y testigo, precursor de Jesús, forja su personalidad en el desierto, que es escuela de Dios, escuela de la escucha de la Palabra, del silencio, de la oración, del encuentro con Dios, de la penitencia.

Tenemos en el Bautista un punto de referencia fundamental para la Iglesia a la que se confía anunciar y señalar presente a Aquél que viene y lleva la salvación, ser testigo del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo para llevar a los hombres a Él y le sigan. En todo lo que es la Iglesia, nosotros en ella, está y estamos llamados a señalar a Cristo entre los hombres, presente en medio de ellos, aunque no lo conozcan. Como el Bautista, también nosotros, en la oscuridad de la ignorancia y el desconcierto de Cristo, habríamos de dar testimonio de Aquél que, por desgracia, conocemos tan poco. Dio testimonio de Él antes de nacer, con los signos que rodean el anuncio de su nacimiento y la alegría que acompañan, y la admiración que suscita: "¿Qué será de este niño?"

Mirad, como Juan, nosotros no somos la Palabra. La Palabra sólo es Cristo. Somos vehículo de la Palabra, para ayudar a todos los hombres a que abran su corazón para acoger a Cristo, transparencia de la Luz, para conducir a los hombres a la fe, a Cristo. Con toda nuestra persona no deberíamos buscar otra cosa que preparar el camino al Señor y enderezar los caminos de los hombres. Habríamos de llamar siempre a la conversión, para que los hombres puedan recibir y aceptar la presencia de Dios en el mundo, la única puerta abierta al futuro y a la esperanza, la que llena y envuelve todo en la alegría de Dios que está con nosotros.

Como Juan el Bautista, también nosotros habríamos de llamar a una sincera conversión para acoger el Reino de Dios, que llega con Cristo; esto es, acoger la infinita misericordia de Dios. El envío que el Padre hace de su Hijo al mundo es la manifestación y la esencia misma del amor, es la revelación de la inmensa bondad de Dios y de su amor en favor de los hombres. Apremia llamar a la conversión, para que Dios, Amor, sea el centro de nuestra vida ya en la tierra, porque la vida que llevamos quizá no es el camino para el encuentro con Dios donde está la verdad del hombre. La conversión reclama caminar en la verdad, de cara a la verdad, no de espaldas a la verdad. Cuando el hombre camina en dirección contraria a Dios, cuando le da la espalda a Dios, o cuando se olvida de Él, surge de inmediato una profunda ruptura y quiebra de humanidad, como nos sucede ahora.

Es preciso reconocer que se está dando un desarrollo alarmante de una mentalidad caracterizada por la voluntad de prescindir de Dios en la visión y valoración del mundo, en la imagen que el hombre tiene de sí mismo, del origen y término de su existencia, de las normas y objetivos de sus actividades personales y sociales. Este es el problema radical de nuestra cultura: el de la negación de Dios o el del vivir como si Dios no existiera. El mal del momento consiste en el deseo ilusorio de ser dueños absolutos de todo, de dirigir nuestra vida y la vida de la sociedad, como si fuésemos verdaderos creadores del mundo y de nosotros mismos. De ahí la exaltación de la propia libertad como norma suprema del bien y del mal y el olvido de Dios, y de la consideración idolátricas de los bienes de este mundo. Se trata de un verdadero proyecto para nuestra sociedad, cultural y político en el que están empañadas fuerzas de diversa índole. Este proyecto implica la quiebra de todo un patrimonio espiritual y cultural enraizado en la memoria y adoración de Jesucristo. Sin darnos cuenta se van educando las conciencias de los ciudadanos en esa mentalidad envolvente, generadora de relativismo moral y de un laicismo radical, como la única válida y compatible con una sociedad adulta, libre, plural.

Todo lo contrario de lo que vemos en Juan, el Bautista. Todo lo contrario de lo que vemos en su persona y su obra. Corremos el riesgo de la desesperanza, de que en las circunstancias actuales y ante tales constataciones, y la magnitud de los hechos nos aturdan y no nos dejen ver y pararnos, callarnos, como le había pasado a Zacarías, padre de Juan que enmudeció ante el anuncio del ángel.

La Iglesia no puede poner, no pone, nunca su esperanza ni encontrar su apoyo en ninguna institución o fuerza temporal, en ningún poder o éxito de aquí, pues sería poner en duda el señorío de Dios que conduce la historia y lleva nuestras vidas en un designio de gracia, misericordia y salvación; poner en duda la promesa de Dios que ya anuncia el Bautista, Jesucristo, el único Señor, o la fuerza de su amor y de su presencia que es la única que da vida, alegría y aliento en el camino. Para que el reino o señorío de Jesús que viene esté dentro de nosotros, para que Él se muestre en su infinito amor y en su eterna misericordia en medio de nuestro, surge la pregunta que también le hicieron al Bautista: "¿Qué hemos de hacer?". Juan responderá con una respuesta que también es de hoy y para nosotros: "Compartid". Les descubre el amor, la caridad que va más allá de la solidaridad, porque es el amor mismo con que Dios ama a los hombres y se ha hecho presente en Jesucristo. La respuesta nuestra, de los cristianos, es la práctica del amor como norma universal y suprema de vida. Todos tienen necesidad de signos que les ayuden a descubrir el verdadero rostro de Dios, la presencia de Dios en medio nuestro: Él está en medio de nosotros, y se hace manifiesto por nuestro amor, esto debiera de ser nuestra navidad, la Navidad de todos y en particular de quienes trabajamos en la Curia. Este es el gran signo que ahora acontece y se nos da en la Eucaristía.
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